Como solía repetir Galán —citando a Rodrigo Escobar Navia—, en Colombia hay más territorio que Nación y más Nación que Estado. No es solo una frase: condensa la mecánica del conflicto armado colombiano. Hoy, tras una década de polarización que desgastó la implementación del Acuerdo de Paz con las FARC —ese esfuerzo inconcluso por cerrar la distancia entre la Nación y el Estado—, y mientras la violencia local se intensificaba con el asesinato de líderes y el copamiento criminal de la gobernanza, la marea ha alcanzado de lleno al país político, el corazón mismo del Estado, con asesinatos de líderes políticos, excombatientes de las FARC y líderes de organizaciones sociales y de derechos humanos.
Lo que durante años transcurrió en planos separados —la política en Bogotá y guerra en las periferias— ahora late al mismo ritmo, y quizás, por una lógica imposible de frenar en época de campaña, la clase política incorpora abiertamente la guerra en su propio lenguaje, y el lenguaje del adversario da paso abiertamente al del enemigo.
Por un tiempo, el país pareció convencido de que podía discutir las reformas desde el Congreso y, gracias al clima abierto por el proceso de paz, debatirlas en la plaza pública sin que la guerra que persistía en las trochas interfiriera de manera directa. Tras diez años de una mediocre implementación del acuerdo de paz esa ventana se cierra y ese “desacople” se está agotando.
La campaña de 2026 cada vez es más tensa en el lenguaje y la percepción de seguridad. Varias campañas extreman su lenguaje contra los adversarios y exigen mayores medidas de seguridad en la plaza pública. En paralelo, los registros públicos de violencia de los últimos meses muestran una intensificación: masacres en aumento, desplazamientos masivos, secuestros selectivos y atentados con artefactos explosivos improvisados y drones.
La violencia territorial empezó a marcar ritmos en la política, y la política, a su vez, a moldear expectativas en los territorios: si habrá continuidad o ruptura de los procesos de paz, qué tipo de retoma del control se intentará y con qué costos. No se trata de buscar culpables, sino de reconocer esa porosidad para evitar —si aún es posible— que las oportunidades de paz se cierren en el centro y regresen convertidas en guerras que desangran a una generación entera.
A un año del fin del gobierno Petro confluyen hechos que ponen la lupa sobre su política de paz y, sobre todo, sobre la forma como se está reordenando el conflicto que ya se desborda y regresa a las ciudades. La violencia política —que no ha dejado de cobrar vidas de líderes sociales y excombatientes de las FARC— tuvo un nuevo punto de escalada con el asesinato del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, mientras las masacres, confinamientos y desplazamientos aumentaban en zonas como Catatumbo, Cauca, Guaviare y sur de Bolívar. Voces como las de Sergio Jaramillo y Humberto de la Calle recordaron que la ventana de implementación del Acuerdo se fue cerrando por desdén o desprecio de sucesivos gobiernos, mientras siguen faltando políticas claras para proteger a la oposición y a la ciudadanía en vísperas de las elecciones de 2026.
Más que un giro coyuntural, lo que ocurre parece marcar el inicio de un nuevo ciclo de violencia. Habrá quienes insistan en que en este país ‘todo pasa y nada pasa’, que en todo caso hemos estado mucho peor que ahora, esto no son los ochenta ni los dos miles. Pero si algo enseña la lectura histórica es que el discurso de amigo-enemigo, alimentado por la violencia política y el agravamiento de las crisis de seguridad, difícilmente puede reducirse a un matiz más del debate en nuestra democracia sui generis.
Durante décadas describimos la sucesión de guerras en Colombia como un tránsito desde la insurgencia rural hacia una mezcla de guerrillas y carteles, y luego a organizaciones híbridas que combinaban fines políticos con lógicas de mercado criminal.
Lo que asoma ahora tiene otra textura que apenas empezamos a entender. Junto a un tono cada vez más virulento de los líderes políticos nacionales, los grupos armados —menos ideológicos en el sentido clásico y, quizá por ello, más políticos en su capacidad para leer y actuar dentro del sistema— no buscan tomar el poder como en las guerras del siglo XX, pero sí influir en él.
Estas estructuras, nutridas por rentas fácilmente legalizables y a veces con respaldo de otros Estados, penetran redes políticas, operan transnacionalmente y usan la violencia para ejercer control social o negociar beneficios. Dan prioridad a la gestión económica del territorio, articulando redes de coca y cogestionando bonanzas informales de oro, ganadería y minerales estratégicos.
Donde más se nota que hay más territorio que Nación, los actores armados ejercen funciones que van mucho más allá de la coerción: administran la vida económica y social fijando tarifas, levantando catastros, estableciendo reglas, otorgando crédito, mediando disputas y habilitando vías de comunicación. Su autoridad no se limita a extraer rentas, sino que configura sistemas de regulación que se insertan en redes mixtas de economías legales e ilegales.
Ante el abandono de la implementación del Acuerdo de Paz y la ineptitud de instituciones que solo saben gobernar lo formal mientras ignoran la magnitud de la informalidad, en mercados grises que se expanden por la ausencia de una presencia estatal integral, la gobernanza armada suele ser tolerada —aunque sufrida— por las comunidades como un mal que al menos garantiza ingresos frente a la falta de medios de vida.
El costo, sin embargo, es insoportable: consolida estructuras de control que erosionan la autonomía local y encadenan la vida cotidiana a reglas impuestas por actores armados. Esta erosión de la confianza, acumulada por décadas de ausencia o captura institucional, alcanza hoy niveles críticos, lo que dificulta cualquier intento de reconstrucción del vínculo entre comunidades y Estado.
En ese escenario, los ceses bilaterales de la paz total, centrados en reducir homicidios, ofrecieron alivios puntuales, pero sin una estrategia de seguridad articulada que permitiera verificación y control territorial, facilitaron un reacomodo del control: menor letalidad visible en ciertos períodos y mayor uso de instrumentos silenciosos como la penetración económica de sectores informales, la extorsión y las amenazas selectivas.
Ahí se cruzan la paz total y la economía política del territorio: la desconexión entre la agenda de paz y la de seguridad, la proliferación de mesas, canales de diálogo intermitentes y períodos de total desprotección de las comunidades facilitan que los grupos migren hacia instrumentos más estables de recaudo y regulación.
Las bonanzas que hoy recorren nuestros territorios de forma simultánea elevan ese incentivo. Con el oro en máximos, la ganadería en expansión y una coca que reconfigura cultivos, precios y eslabones, crece la imposición del nuevo orden armado por parte de los grupos organizados. En la Amazonia, además, ciertos grupos ejercen una autoridad “ambiental” de facto, estableciendo normas internas sobre bosque y vías, lo que hace aún más complejo el mapa de la regulación.
De paso, estos arreglos dejan a los grupos armados organizados mejor posicionados para escalar cuando lo consideran necesario. Los datos del último año refuerzan la idea de cruce entre el país político y el país nacional. En el nororiente, la crisis del Catatumbo combinó secuestros, ataques con drones y masacres urbanas con un desplazamiento que superó, en pocas semanas, las 50.000 personas y dejó a miles confinadas. En Chocó, la confrontación entre ELN y estructuras neoparamilitares produjo paros armados, confinamientos y miles de desplazados. En Guaviare, una fosa con ocho víctimas —líderes y miembros de una misión religiosa— confirmó la degradación del conflicto en la Amazonia.
En el suroccidente (Jamundí–Suárez), doce días de hostilidades de disidencias obligaron a desplazar a cientos y confinar a centenares de familias afro e indígenas. En Antioquia, comunidades denunciaron el ingreso abierto del Clan del Golfo a veredas tras repliegues de la fuerza pública. En paralelo, informes públicos contabilizan, a 11 de agosto de este año, más de 45 masacres con más de un centenar de víctimas; se documentan asesinatos de líderes y firmantes de paz y se registran ataques con artefactos improvisados y drones que han causado bajas a la fuerza pública.
Son señales de un conflicto que se ha intensificado y que, en año electoral, proyecta sus amenazas sobre la competencia política. La confianza entre comunidades y Estado —objetivo último del acuerdo de paz— está hoy en niveles críticos, aunque con interpretaciones radicalmente opuestas: ¿Se trata de un gobierno que no quiere la paz o de un gobierno al que no le permiten buscarla? La polarización política en la ruralidad también se hace sentir.
Conviene subrayar la prudencia: es temprano para conclusiones definitivas. Sin embargo, la combinación de violencia selectiva, control económico del territorio y pugnacidad política sugiere el comienzo de un nuevo ciclo de la guerra.
Esa es la posibilidad que debemos mirar de frente para evitar que la polarización se funda con la guerra.
La coyuntura no inaugura el fenómeno, pero lo expone con crudeza. En el mismo tablero se juegan la seguridad de la oposición y la de las comunidades, el futuro de las economías rurales y la credibilidad de las instituciones. Si algo deja claro este momento es que la paz no es un punto de llegada, sino un equilibrio siempre frágil cuyos dividendos se diluyen cuando se cierran las ventanas de implementación. Reconocer el cruce trágico entre el país político y el país nacional —y actuar en consecuencia— es condición para evitar un nuevo ciclo de violencia.
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